Retiro de Pascua por Patricia Hevia | Tercera entrega

Un mar que traspasa cerrojos

  1. “ESTANDO LAS PUERTAS CERRADAS” (Jn 20, 19): UN AMOR QUE TRASPASA CERROJOS

 

Como días atrás apuntábamos, nuestra vida transcurre en esa, a veces difícil, tensión entre el hogar y el camino. En el hogar encontramos cuidado, amparo, sosiego, descanso… en el camino rostros, interacción, alteridad. El hogar nos empuja al camino con un mayor dinamismo, y nuestra calidad de presencia en el camino depende del silencio que la alimenta, de la pausa, de la espera. No son momentos ni dimensiones opuestas, pues se alimentan mutuamente hasta que aprendamos, lentamente a vivir desde la belleza de una vida integrada con la realidad, en una danza donde nada es separación o extrañamiento, y en la que todo queda abrazado.

El Evangelio de Juan sitúa a los discípulos, tras la muerte de Jesús, encerrados en la casa (Jn 20, 19). Están asustados… la casa no tiene puertas por las que entrar y salir. También ellos nos muestran un tránsito posible del miedo a la confianza, de la reclusión a la libertad.

La comunidad, lugar para dejarnos anunciar

Aunque la comunidad es más un movimiento del Espíritu que nos convoca en torno al Evangelio, que un espacio físico, lo cierto es que nuestra vinculación mutua, como hermanos y hermanas, necesita también de espacios comunes en los que compartir la vida desde lo hondo, en los que aprender a habitar juntos. En ellos experimentamos el cuidado mutuo en gestos tan básicos como alimentarnos, escucharnos, acogernos en nuestra vulnerabilidad y en lo que nos da alegría. La comunidad es también el lugar donde somos invitados a orar, compartiendo un mismo silencio habitado y una escucha atenta de la Palabra.

Es posible que a lo largo de estas semanas de confinamiento hayamos descubierto nuevos matices de lo que la comunidad significa para cada uno de nosotros y nosotras. La familia, la comunidad de vecinos, la comunidad social, la comunidad de vida, la comunidad de fe… Este tiempo nos ha regalado una preciosa revelación: nos necesitamos, y cualquier elemento, por pequeño y humilde que sea, es necesario en esta comunidad de vida en la que todo está interconectado. Nos necesitamos para vivir y subsistir.

Jae-Im Kim (Korean), «The Holy Spirit Comes at Pentecost,» 1996. Collage. Source: Joy in the Lord: The Collage Art of Jae-Im Kim, vol. 1 (New Haven, Connecticut: OMSC Publications, 2009) (http://www.omscibmr.org/marketplace/books/joy-in-the-lord-the-collage-art-of-jae-im-kim-volume-1/)

También la estrecha convivencia, a veces en espacios reducidos, se nos ha regalado -¡a nuestro pesar!-  como un espejo donde nuestros límites, nuestras resistencias, nuestra pobreza han quedado expuestas. Y más que nunca hemos sido conscientes de cuánto necesitamos transitar la Pascua de Jesús para perdonarnos, aprender a mirarnos los unos a los otros con bondad y ternura y recocernos en esa unicidad misteriosa que cada uno somos.

Los relatos pascuales nos remiten una y otra vez a la comunidad: en algunos de ellos Jesús irrumpe en medio de ella, en otros, es lugar de vuelta y de recomienzo. A su luz podemos preguntarnos cuánto tienen nuestras comunidades de lugar en el que poder vivir desarmados y compartir nuestros miedos, nuestros cansancios, nuestras dudas… si son ese espacio cálido donde es posible la compasión, el perdón y la fiesta.

Hay una bella palabra que puede inspirar nuestra búsqueda y nuestro deseo como hermanos y hermanas. La etimología de la palabra hogar nos remite al fuego. Antiguamente -y todavía en algunas culturas- en la casa, la familia se congregaba en torno al fuego que ofrecía luz y calor. Así, la casa es ese lugar cálido, amable, seguro, en que no somos transeúntes sino huéspedes, habitantes con otros de un mismo lugar que posibilita la vida, la fraternidad, la intimidad.

Cuando Jesús se encuentra con María de Magdala y las otras mujeres, o con los de Emaús, la comunidad es el primer lugar al que los remite, es el primer lugar del anuncio. La comunidad no es sólo un “peaje” a pagar en nuestra vida de seguimiento de Jesús.  A menudo se nos olvida que nuestros hermanos y hermanas son ese primer lugar en el que compartir la alegría del Encuentro, la alegría de la Presencia, la luz de la Pascua; ese primer lugar que nos va modelando y haciendo expertos en descubrir las huellas de la Vida, especialmente allí donde es más frágil y vulnerable.

«Tomás no estaba con ellos cuando vino Jesús» (Jn 20, 24)

Tampoco podemos ser ingenuos: es un reto cotidiano hacer de ese especio compartido un lugar con sabor a Evangelio, donde nuestra mutua sabiduría pueda compartirse con anchura. Cada uno de nosotros llega a esta casa, a este hogar, con sus heridas, sus miedos y su propia historia… y si ésta no está mínimamente sanada y abrazada, la fragilidad y vulnerabilidad del otro, y también sus fortalezas, se pueden convertir en una amenaza personal.

Cuando el Resucitado irrumpe en la comunidad, Tomás no está… Cuando regresa, los discípulos han sido invitados a transitar desde sus miedos hasta esa palabra colmada de vida y de confianza que el Resucitado les regala: “¡Shalom! ¡La paz con vosotros!” (Jn 20, 19-20); han sido invitados a contemplar sus heridas, y en este Encuentro de Pascua el Viviente se ha hecho honda experiencia en ellos. Entre Tomás y sus compañeros hay una brecha: la que se abre entre la experiencia profunda y la incredulidad. Mientras que los discípulos pueden descansar en esa Presencia que está en medio de ellos, Tomás está perdido en su propio discurso. Pero con todo, sigue teniendo un espacio en la comunidad. Más adelante tendrá tiempo para hacer su propio proceso.

Ojalá que nuestras comunidades sean lugares donde la diferencia, los distintos ritmos, la diversidad de etapas vitales son celebradas como riqueza. Ojalá podamos aprender a acompasar nuestros pasos, a compartir desde la autenticidad y la confianza el lugar en el que cada uno está, sin miedos, como oportunidad que se nos ofrece para ir desvelando lo más verdadero de nosotros mismos. Ahí es donde el Resucitado nos envía su aliento de vida, su Espíritu.

Jn 20, 19-29

  • Recorro los lugares que he habitado a lo largo del último año, los nombro trayendo los rostros con los que he compartido esos lugares y acogiendo lo que se va despertando en mí. Sobre cada uno de ellos proclamo: “¡Shalom!”, deseando la paz.
  • ¿Dónde encuentro cuidado y amparo en mi vida cotidiana? ¿Dónde lo ofrezco?
  • ¿Es el lugar en el que habitualmente vivo el lugar de mi descanso, el lugar que puedo llamar hogar y comunidad?
  • Pido que el Espíritu abra las puertas que permanecen todavía cerradas en mí, pido que la Ruah me disponga para el amor, el perdón y el Encuentro. “Abre las puertas” (CD “Fuego y Abrazo”. Ain Karem)

 

2. UNA COTIDIANIDAD HABITADA

Christian Bobin dice que «un acontecimiento en la vida es como una casa con tres puertas separadas: morir, amar, nacer. No podemos entrar más que franqueando las tres puertas simultáneamente, al mismo tiempo. Es imposible, pero sucede». La Pascua tiene mucho de eso: un Amor nos sale al encuentro y provoca en nosotros tránsitos hacia la luz en los que algo muere y algo renace. Cuando dejamos que el Resucitado irrumpa en medio de nosotros, todo queda preñado de su Fuego, de su Luz, de su Ruah. En esta antesala a la Fiesta de Pentecostés celebremos que nuestra vida ya está alcanzada por esta Luz y que se nos invita a regalarla, extenderla, hacer de ella caricia y don para otros… en lo cotidiano. Como dice el poeta, “esa luz no se acaba nunca, jamás de extingue”. Los tiempos venideros van a necesitar muchos artesanos y artesanas de esperanza, capaces de llevar este Fuego Consolador.

¡No olvidemos como acaban los cuatro Evangelios: «Id por todo el mundo, proclamando la Buena Noticia a toda la creación»! (Mc 16,15).

Luz que nunca se extingue

Te equivocas, sin duda. Alguna vez alcanzan

tus manos el milagro;

en medio de los días que idénticos transcurren,

tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale

más que el oro más puro:

con plenitud respira tu pecho el raro don

de la felicidad. Y bien quisieras

que nunca se apagara la intensidad que vives.

Después, cuando parece que todo se ha cumplido,

te entregas, cabizbajo, a la añoranza

del breve resplandor maravilloso

que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo.

Tu error está en creer que la luz se termina.

Al cabo de los años he llegado a saber

que en la naturaleza del milagro

se funden lo fugaz y lo perenne.

Tras su apariencia efímera,

el relámpago sigue viviendo en quien lo vio.

Porque su luz transforma y ya no eres

el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos,

de que en el fondo oscuro de tu ser fulgurase.

No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya.

Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre.

Mira dentro de ti,

con esperanza, sin melancolía.

No conoce la muerte la luz del corazón.

Contigo vivirá mientras tú seas:

no en el recuerdo, sino en tu presente,

en el día continuo del sueño de tu vida.

Eloy Sánchez Rosillo

  • “En todo” (“Cuba 2018”. Jesuitas Acústico)
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