Retiro de Pascua por Patricia Hevia | Segunda entrega
El camino… vidas a la intemperie
La vida de Jesús transcurre por los caminos. Sus gestos liberadores, su ternura, su compasión, su hablar con autoridad tienen sabor a camino, a itinerancia. La suya es una vida expuesta a los otros, especialmente a los más vulnerables, a los “orillados”. Camina para encontrarse con ellos, para dejarse tocar por sus vidas. También los relatos pascuales nos muestran el camino como lugar de Encuentro y de Buena Noticia. Los de Emaús, Pedro y Juan, las mujeres con sus perfumes… cada uno de ellos se pone en camino impulsado por la tristeza, el desconcierto, la frustración o la curiosidad. Han perdido su propio centro y necesitan “hacer pie de nuevo”. El camino es oportunidad para ellos de hacer proceso. En el camino se dejan encontrar y también ellos regresan al lugar del que salieron en huida con la “Luz entre las manos”.
Exiliados vs. Nómadas
Nuestras vidas transcurren en la tensión entre el hogar que nos da cobijo y el camino que nos da horizonte. El peligro es hacer del hogar un refugio en el que sentiros a salvo de la realidad, con sus luces y sus sombras, o hacer del camino el espacio permanente para la diversión. Más allá de la introversión y la extroversión, estamos llamados a habitar nuestro centro.
Durante estas semanas hemos aprendido que estar confinados en este lugar que nos da refugio puede ser un gesto salvador, pero a la vez y paradójicamente la casa ha dejado de ser lugar al que uno regresa para descansar, y se ha convertido en lugar de reclusión. De algún modo hemos experimentado el exilio de aquellas referencias cotidianas que nos invitan a la salida. Extrañamos a la gente con la que compartimos proyectos de vida y camino, compañeros de trabajo, y muchos rostros de personas que nos invitan a vivir en servicio y disponibilidad. Nuestro horizonte cotidiano, por el que la casa adquiere su verdadero sentido, se ha visto desdibujado.
Uno de estos días, yendo de camino al trabajo, en uno de los polideportivos de mi ciudad habían colgado una pancarta que ponía: “yo me quedo en el polideportivo”. Allí pasan este tiempo de confinamiento personas que viven habitualmente en la calle, o que se han quedado en ella por no poder hacer frente al pago de las rentas.
Ellos son parte de esos muchos millones de hombres, mujeres y niños que viven exilios forzados. Hace unos meses, ACNUR cifraba el número de desplazados en más de 70 millones de personas. Las vidas de estas personas pasan a ser vidas a la intemperie, tanto en el sentido físico como emocional. Forzados por las guerras, las hambrunas o sistemas políticos opresores o corruptos, dejan atrás todo lo que hasta ese momento les era familiar y conocido. Desalojados de sus casas y de sus países pierden la posibilidad de pertenecer a una comunidad, y, por ello, parte de su identidad.
El exilio tiene siempre algo de forzado e impuesto, mucho de dolor y de sufrimiento en su origen y en su experiencia. Aunque no desde la terrible magnitud del drama que viven tantas personas, como los discípulos y discípulas en aquella mañana de Pascua, también sobre nosotros ondea la amenaza del exilio, muchas veces decidido por nosotros mismos. Por muy distintas razones, en ocasiones, vamos alejándonos de los lugares que dan significado e identidad a nuestra vida, de los espacios que la nutren y la alimentan desde lo hondo. Quizás, durante estas semanas “nuestras huidas” se nos han hecho más evidentes, y los lugares a los que deseamos regresar, porque allí es donde arde nuestro corazón, más nítidos.
Nuestra vocación no es la de vivir exiliados sino nómadas, y sólo “arrodillados en nuestro centro” podremos hacer nuestra esa condición, que, hoy más que nunca es una llamada para nuestra vida religiosa. El nómada decide ponerse en camino, habitar el camino, porque en él encuentra el horizonte y el sentido de su vida. Pero en su vida itinerante también podrá gozar de los espacios para rehacerse y descansar. Todos sabemos lo que una vida nómada implica, tan cerca de aquellas palabras de Jesús:” Yo os envío… no llevéis ni bolsa ni alforjas ni sandalias” (Lc 4, 10).
El tiempo pascual puede ser para nosotros tiempo propicio para reconocer “nuestros exilios”, aquello que nos mantiene lejos de la Fuente de vida. Muchos exiliados, algunos tan cerca, en nuestras calles, barrios, pueblos, nos invitan a devenir hombres y mujeres nómadas, dispuestos a recorrer con alegría, compasión y ternura los caminos.
Una compañía en el camino
Los relatos pascuales nos muestran cuál es el punto de inflexión que transforma una vida exiliada en una vida nómada: el Encuentro con el Resucitado, el reconocimiento de su Presencia Viva, una Presencia que siempre alcanza por sorpresa, de manera imprevisible e inesperada.
Los de Emaús pueden ser un bello icono de cómo ese exilio, se transforma en una vida nómada al servicio de la Buena Noticia (Lc 24). Su caminar porta el peso del cansancio, del miedo, de la frustración, del desamparo. ¡Cuánto podríamos decir cada uno de nosotros en este tiempo, que de cerca o de lejos hemos sido golpeados por la muerte, la soledad y la incertidumbre! Para ellos nada ha sucedido como esperaban. Y emprenden la huida, se exilian de la comunidad, lejos de todo aquello que pueda portar la memoria del fracaso. Como María de Magdala su discurso también nace de una existencia curvada sobre sí misma en la que no hay horizonte.
Nuestros “caminos de Emaús” pueden tener muchos nombres, pero en el germen de muchos de ellos está el desajuste entre nuestros esquemas, la previsión de lo que podría acontecer, la planificación acerca de nuestras vidas, y la realidad desnuda, tal como ella misma es. Este desajuste, nacido del deseo de tenerlo todo controlado, nos desarma, nos deja totalmente a la intemperie, vulnerables y frágiles. Y si finalmente nos rendimos, la resistencia deja paso a una obertura, a la posibilidad de que la misma vida nos sorprenda, a que aquello inesperado nos toque con su bendición disfrazada. La rendición no significa aceptación simple de lo opaco de la vida, sino acogida tierna y compasiva de lo que está herido y necesita ser sanado y transformado. La resistencia nos hace duros, inflexibles… cuando nos rendimos, nuestro modo de acercarnos a la realidad y a lo que en ella está inacabado, es más bondadoso, posibilitador y transformador.
Podríamos hacer el ejercicio de dejar que Jesús camine a nuestro lado, y que en ese caminar acompañado se vayan soltando los nudos, los enfados, las amarguras, las tristezas, las resistencias… porque lo que nos llega y alcanza no es tal como esperábamos. El Resucitado nos lleva a descubrir que todo eso no somos nosotros, que todo eso, aunque nos llegue y acontezca, no es parte de la hondura desde la que estamos llamados a vivir. Si queremos, Él nos ofrece amparo para nuestro exilio –«Entró para quedarse con ellos» (Lc 24, 29)-, y hace posible que lo que es tan cotidiano -partir el pan y compartirlo- se convierta en un gesto preñado de Vida y de Resurrección que nos abrasa por dentro. De su mano, podremos tocar el Fuego que nos habita, capaz de dar una nueva luz a nuestros ojos.
Que este celeste pan del firmamento/ me alimente hasta el último suspiro.
Que estos campos tan fieros y tan puros/ me sean buenos, cada día más buenos.
Que si en tiempo de estío se me encienden las manos/con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno/los sienta como escarcha en mi tejado.
Que cuando me parezca que he caído, porque me han derribado,/ sólo esté arrodillándome en mi centro.
Que si alguien me golpea muy fuerte/sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo de la fuente serena.
Que si la vida es un acabar,/cual veleta, chirriando en lo más alto,/ allá arriba me calme para siempre,/ se disuelva mi hierro en el azul.
Que si alguien, de repente, vino para arrancarme/ cuanto sembré y planté llorando por las nubes,/ me torne en nube yo, me torne en planta,/ que sean aún semillas mis dos ojos/ en los ojos sin lágrimas del perro.
Que si hay enfermedad sirva para curarme,/ sea sólo el inicio de mi renacimiento.
Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,/ amor venza a la muerte en ese beso.
Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,/ que si cierro la boca para decirte todo,
y dejo de rozar tu sangre ya sembrada,/ que si cierro los ojos y venzo sin luchar
(victoria en la que nada soy ni obtengo),/ te tenga a ti, silencio de la cumbre,
o a ese sol abatido que es la nieve,/ donde la nada es todo.
Que respirar en paz la música no oída/sea mi último deseo, pues sabed/que, para quien respira
en paz, ya todo el mundo/ está dentro de él y en él respira./ Que si insiste la muerte,/ que si avanza la edad, y todo y todos/ a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,/ me venza el mundo al fin en esa luz/ que restalla.
Y su fuego/ me vaya deshaciendo como llama/ de vela: despacio, muy despacio,/como giran arriba extasiados los planetas.
Antonio Colinas
Lc 24, 13-35
- Tomo un tiempo para orar con el relato de los discípulos de Emaús. Es un relato que conocemos y que hemos escuchado muchas veces. Trato de acogerlo como si fuera nuevo para mí. ¿Qué tiene hoy mi vida de “exilio” y de nómada? ¿Qué me hace huir y escapar? ¿Qué me hace regresar y volver a casa? ¿En qué lugares y situaciones, a lo largo de las últimas semanas, he sentido arder el corazón?
- A lo largo de este tiempo de Pascua tal vez podría regalarme un tiempo para compartir con mi comunidad o con otra persona lo que me habita, lo que me da vida, lo que me frena, lo que da “color” a mi hoy. Acojo este encuentro como bendición, como oportunidad para que el Resucitado se haga presencia en ese “pan” compartido.
- Puedo escuchar: “Emaús” (CD “Amarás”. Maite López). “Emaús” (Coro Hermano Javier)
Imagen: Emmaus, de Janet Brooks-Gerloff
Que pena, que no os he conocido hasta ahora por medio de una amiga. Lo poco que he podido ver me parece que es una buena ayuda para los que queremos seguir a Jesús. Gracias