Lucía Mendoza nos habla de su experiencia en Oujda

Lucía Mendoza experiencia en OujdaAl este de Marruecos, cerca de la frontera con Argelia, hay una ciudad de color tierra: Oujda. Es aquí desde donde escribo este texto, a mitad de Adviento, un tiempo de espera esperanzada que aquí adquiere un sentido encarnado, ya que en esta ciudad hay muchos niños, jóvenes, mujeres y hombres que esperan. Esperan sanar sus heridas, recibir el dinero, un cambio en las políticas migratorias, reunir la fuerza para continuar… en su difícil camino hacia Europa. Personas con el corazón lleno de sueños, que vienen de países diversos, con mucho camino a la espalda y un futuro nada claro. Impresiona la cantidad de jóvenes, mujeres, hombres y niños que pasean por la ciudad… y aún más imaginarse a todas las que están en camino, que mueren en el desierto, en el mar… No tiene nombre el dolor, la muerte y la injusticia que generan las políticas impulsadas por España y la Unión Europea, que atraviesan e impactan en las vidas de tantas personas. A ambos lados del Mediterráneo la realidad de las personas migrantes grita y no tenemos excusa para mirar hacia otro lado.

Llegué a Oujda por la amistad con Montse, religiosa del Sagrado Corazón, que lleva cinco años en Marruecos junto a Rosa, religiosa de Jesús Maria. En medio de una realidad hostil y dura para las personas migrantes, desde su pequeña comunidad, construyen día a día espacios amorosos de acogida. En los cuatro meses que he estado aquí, he podido participar de ellos, dejándome tocar y transformar por las vidas de las personas que los habitan. Me gustaría compartiros un poco cada uno de estos espacios, así como la vivencia que he tenido en ellos.

El primero es DAR KUM, el hogar en el que Montse y Rosa comparten la vida con tres mujeres, Bamba, Chris y Zeinab, que por distintas razones han precisado de un espacio seguro y de cuidado en Oujda. Una casa que es un hogar con todas sus letras, donde la sensación de familia se respira en el ambiente y en el que las relaciones se tejen y se cuidan con mucho amor. Sentirme acogida y parte de esta familia ha sido un gran regalo. Poder ir conociendo a cada una de las mujeres valientes que forman parte de ella, con su luminosidad y sus fragilidades, a la vez que dejarme conocer y abrazar con lo que soy. Descubrir el poder sanador del humor, cómo el dolor puede transformarse cuando se comparte y cómo a veces solo puede acompañarse con presencia, humildad y escucha. Han sido meses de redescubrir como fortaleza y vulnerabilidad son dos caras de la misma moneda y como las relaciones son sostén y caricia en el dolor. También ha sido para mí una experiencia de vida comunitaria, sencilla y aterrizada, donde compartir lo cotidiano, la oración y la confianza permiten nutrirse y salir después hacia fuera.

Ante la realidad de muchas mujeres migrantes, que en Oujda se ven empujadas a pedir en la calle con sus hijos e hijas para poder cubrir sus gastos y necesidades básicas, nació hace unos meses un segundo espacio: la crêche. Tres mañanas a la semana, el antiguo garaje de la casa – bien habilitado y arreglado- se ha transformado en un espacio educativo para que los peques de entre 0 a 4 años puedan jugar, aprender y explorar, en un entorno cuidado y seguro. También un espacio que se quiere abierto a las madres de estos pequeños, en el que puedan también estar junto a ellos estimulándolos y compartiendo. Acompañar a estas pequeñas y pequeños ha sido conectar con el asombro, con la alegría y con la ternura, viéndolos cada día más a gusto, cantando, riendo, jugando… Impresionan las infancias en la calle, ante las dificultades para poder acceder a un empleo regular que afrontan las mujeres migrantes subsaharianas. Y qué importante poder abrir espacios en los que las niñas y los niños puedan serlo, en los que puedan disfrutar y aprender.

Un tercer espacio es la iglesia de Oujda, donde desde hace años las puertas están abiertas a las personas migrantes que llegan a la ciudad y necesitan un espacio de reposo, atención médica y acompañamiento: especialmente menores, enfermos, heridos o personas que quieren hacer un retorno voluntario a su país de origen. Los diferentes espacios de la iglesia se han ido transformando para dar cabida a las personas que llegan. En estos meses, por las tardes en la iglesia, he podido compartir muchos ratos con los jóvenes y hombres que viven allí: Mussa, Aboubacar, Madiou, Ahmed, Pol, Abderrahman, Ali… Algunos llevan meses allí, mientras se recuperan de enfermedades o heridas del camino. Otros solo pasan algunos días antes de continuar con su camino. Compartiendo con los jóvenes – tiempo, conversación escucha, juegos de mesa, clases de español- se me han ido haciendo cercanas sus historias, sus sueños, sus dolores. Una vez más, en la relación se produce el encuentro, el reconocimiento mutuo – “te veo, me ves, estamos” – y hay algo de misteriosa sanación ahí.

En medio de todo, es impresionante como late la vida, la resistencia y la dignidad. Como se generan redes de apoyo y cuidados, de una manera discreta pero presente, que ayuda a sostenerse a unos y otros. Me viene a la cabeza la imagen de Pol en la cama, batallando contra una enfermedad incurable, y su amigo Ben que le hace masajes en los pies cuando se le inflan. O Sam que duerme al lado y se levanta por las noches cuando Pol tiene dolor o se encuentra mal. O como se celebra cada vez que un joven consigue entrar a España, o como se cuida de los más pequeños de la iglesia. Impresionan las esperanzas que hay puestas en llegar a Europa, también toda la violencia que viven en el camino y todo lo que queda aún por llegar…

Las despedidas son de los momentos más difíciles, ya que conllevan muchos interrogantes: ¿Qué será de él? ¿Conseguirá llegar a España? ¿Sobrevivirá al mar? ¿Se quedará durante años en Marruecos? ¿Estará bien? ¿Le irá bien? ¿Y su familia? Muchas veces solo queda rezar, confiar, ir preguntando por él a los amigos que han quedado en la iglesia.

En la iglesia también hay un espacio para las mujeres, donde se propicia el encuentro, la formación y el hacer piña, también dinamizado por Montse y Rosa. En la sala de costura, las mujeres tejen bolsos, fundas, cuellos… y también reparan la ropa de los jóvenes de la iglesia que lo piden. Es una ventana a aprender un oficio que les permita trabajar, tanto con los productos que elaboran en el taller y venden, como después por su cuenta. Sus peques pueden jugar en un espacio reservado de la sala. Al acabar la jornada, se comparte la comida juntas.

Como os podéis imaginar, han sido meses de mucha vida, de abrir ojos y corazón, de sentir impotencia ante tanta violencia y tanta injusticia, también de sentir esperanza, de abrazar y dejarme abrazar. Sin duda, hay una convicción que siento con fuerza dentro de mí: Dios nos ama profundamente a cada una y nos invita, incesantemente, a posicionarnos ante las situaciones de injusticia, dolor y opresión. Nos invita a denunciar y a trabajar por un mundo más justo, a reconocernos como hermanas y hermanos, a ser siempre acogedoras. A tener los ojos bien abiertos y, a la vez que descubrimos como su Presencia late en cada encuentro y nos acompaña, comprometernos juntas y tomar partida en la realidad.

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