Filipina, una mujer de profunda comunión

Cuando la Iglesia proclamó santa Rosa Filipina Duchesne el 3 de julio de 1988, en presencia de familia, religiosas, alumnas… ofrecía al mundo el testimonio de su vida, como una mujer de fuerza inagotable, de corazón sin límites. La Sociedad entera revivía con ella su nacimiento y la semilla de la internacionalidad que ella sembró.

La víspera de su canonización, Hellen McLaughlin, Superiora General del Sagrado Corazón, sintetizó en estas palabras algunos trazos de Filipina:

Filipina fue, por encima de todo, una mujer de profunda comunión. Toda su vida fue un tender puentes entre dos mundos. Entre Europa y América. Entre el mundo de los ricos y el mundo de los pobres. Entre razas: europeos, americanos nativos, indios, negros, y el nuevo pueblo

forjado en la frontera americana. En tiempos de guerra y división de clases en Francia, Filipina fue portadora de paz, cuidando y sanando a los que sufrían.

En América, hizo posible para las jóvenes una educación que, antes, estaba solo al alcance de los muchachos. Abrió escuelas gratuitas para los pobres donde nunca las había habido. Respetó la dignidad de los americanos nativos cuando

inmigrantes irresponsables los despojaban de sus tierras y diezmaban sus filas. Filipina pasó toda su vida abriéndose a mundos nuevos, tendiendo puentes, esforzándose por entrar en la experiencia de otros, en una palabra, creando comunión.

(Conferencia en el “Forum sobre el Espíritu Misionero de la Sociedad del Sagrado Corazón”, Roma, 2 julio 1988)

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