Comentario de la liturgia
domingo 18 de agosto
por Mariola López Villanueva RSCJ
Evangelio: San Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: <<He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por el bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra>>.
El fuego de una persona se ve en sus ojos. El de Jesús era tremendamente cálido cuando miraba a aquel hombre excluido por la lepra, a la mujer condenada por adulterio, a aquella otra con hemorragias apartada de toda relación, a Pedro después que le abandonó.
En las miradas que les regaló pudieron ellos volver a encender sus vidas. <<Era un fuego ardiente dentro de mis huesos y, aunque intentaba contenerlo, no podía>> (Jeremías 20,9). Cuando nos toma el fuego no tenemos nada que esconder, y precisamente aquellos materiales de nuestra vida que habríamos querido desalojar, los que considerábamos más desechables, se convierten inesperadamente en el material necesario para avivar la llama. Prende en nuestra pobreza y en nuestra desnudez. Un vez prendidos, toda la tarea es del Fuego y nuestro trabajo es abandonarnos, no oponer resistencias, dejarnos hacer. Entonces podremos entendernos con el otro, reverenciarlo en lo que podemos comprender y en aquello que siempre nos permanecerá desconocido, y se nos revelarán unos vínculos aún más fuertes que los de la sangre.
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