Párroco en Granada
Mc 3, 20-35
Entró en casa, y se reunió tal gentío que no podían ni comer. Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí.
Los letrados que habían bajado de Jerusalén decían:
—Lleva dentro a Belcebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios.
Él los llamó y por medio de comparaciones les explicó:
—¿Cómo puede Satanás expulsarse a sí mismo? Un reino dividido internamente no puede sostenerse. Una casa dividida internamente tampoco. Si Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede mantenerse en pie, más bien perece.
Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse su ajuar si primero no lo ata. Sólo así, podrá saquear, luego, la casa.
Os aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene perdón jamás, antes es reo de un delito eterno.
Jesús dijo esto porque ellos decían que tenía dentro un espíritu inmundo.
Llegaron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada en torno a él y le dijeron:
—Mira, tu madre y tus hermanos [y hermanas] están fuera y te buscan.
Él les respondió:
—¿Quién es mi madre y [mis] hermanos?
Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dijo:
—Mirad, éstos son mi madre y mis hermanos. [Porque] el que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Seguramente recordamos muchos de esos momentos en los que cuando hemos estado con niños (y cuando lo hemos sido) y les hemos propuesto un juego, sin explicitar su objetivo, ellos han creído que de lo que se trataba era de vencer a los otros. No había fallo: bastaba con hacer dos equipos y decir que había que alcanzar un determinado lugar para que, enseguida, se pusieran a correr, intentando llegar lo más rápidamente posible, compitiendo. Eso sí: acabado el juego, todo volvía a verse desde la misma inocencia de siempre. Esta lógica la hemos repetido, no solo de niños, también cuando nos adentramos en la adultez. Cuánto nos cuesta quitarnos de la cabeza y del corazón la idea de ganar, de competir con el otro o simplemente de compararnos. Por eso me llamó la atención una frase que escuché no hace mucho: “ser adulto ha sido el deseo más estúpido que tuve de niño”. Porque ganar a otro, competir o compararse constantemente, bien lo sabemos ya, no puede ser una motivación capaz de sostenerlo todo en la vida. Provoca una especie de guerra civil dentro de nosotros mismos. Acaba resecándonos por dentro. Quizá por eso Jesús decía que hay que ser como los últimos, como los niños, para descubrir esa “puerta estrecha” con la que desea construir nuestro complicado mundo de adultos. Porque esa adultez acaba embarrándonos en la pérdida de la capacidad de sorpresa, en la desmemoria que es el desagradecimiento, en la rendición ante los propios intereses. Esa “puerta estrecha” nos adentra en la lógica de lo gratuito; nos pone delante la conciencia de la necesidad de recobrar nuestro sentido de dependencia de unos respecto a otros. Los niños nos recuerdan que somos pequeños, seres limitados por los cuatro costados, que sin embargo podemos llegar a percibir el mundo y la vida como un precioso regalo con el que se puede jugar sin más interés que el de pasar un rato disfrutón. Y nos ayuda a descubrir que en el otro podemos encontrar, más que un rival, una madre y unos hermanos con los que podríamos cantar aquello de Alejandro Sanz: “Tan pura la vida, y tú tan llena de paz…Y solo se me ocurre amarte”.
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