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Comentario de la liturgia

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domingo 7 de junio

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por Fernando Orcástegui

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Evangelio: San Juan 3, 16-18

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Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él.
  El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios.

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Celebramos la fiesta de la Trinidad. Solemos decir que la Trinidad es un misterio. Por eso hablar de “tres personas” no es una descripción ni una definición, sino más bien una interpretación o una revelación de ese Misterio que es Dios. Por desgracia, esta revelación no ha funcionado demasiado bien; con frecuencia le hemos aplicado la lógica matemática del 1+1+1 en vez de la lógica de la experiencia y eso ha llevado a que se convierta en una doctrina ininteligible para unos e irrelevante para otros. Y es una pena, porque estamos hablando del centro mismo de la experiencia cristiana de Dios.

Como dice Leonardo Boff, “Dios es un Misterio de comunión, no de soledad”. Dicho de otro modo, en el principio de todo está el Amor. Y el Amor es interrelación por naturaleza. Y porque Dios es Amor es Padre que da vida y lo hace poniendo en acción su Amor a través del Hijo “para que todo el que le preste su adhesión tenga vida definitiva”. Es decir, a través de Jesús, Dios ofrece a todos la vida plena basada en el Amor.

Por eso, ni Dios ni Jesús juzgan a las personas, ni discriminan entre las razas o los pueblos, ni reparten privilegios, ni necesitan ritos de purificación o sacrificios. Recordemos que el evangelio de hoy está enmarcado en el diálogo de Jesús con Nicodemo, maestro de la Ley. Desde la óptica de la Ley, Dios juzga y condena al que la incumple; pero el amor no se puede imponer, es una elección de la persona, de ahí que Jesús diga que quien no le presta adhesión “ya tiene su sentencia”, pues se la ha dado a sí mismo al renunciar al Amor y a la vida en plenitud.

¿Y la Trinidad? Esta es la experiencia de Dios de los cristianos: un padre que no se caracteriza por su poder sino por su bondad y entrega amorosa, que se expresa históricamente presente en la persona de Jesús de Nazaret y que continúa insuflando vida a su comunidad a lo largo de la historia y hasta el fin de los tiempos a través del Espíritu.

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