[vc_row][vc_column][vc_column_text]

Comentario de la liturgia

[/vc_column_text][vc_column_text]

domingo 4 de abril

[/vc_column_text][vc_column_text]

por Patricia Hevia

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_separator][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=»1/2″][vc_column_text]

Evangelio: San Juan 20, 1-9

[/vc_column_text][vc_column_text]

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

[/vc_column_text][vc_single_image image=»8381″][/vc_column][vc_column width=»1/2″][vc_column_text]

ALCANZADOS POR SU LUZ

Leer los relatos pascuales, orar con el Evangelio en este tiempo de Pascua tiene una fuerza inusitada si nos dejamos alcanzar. Los hombres y mujeres que aparecen en ellos, retratados en sus idas y venidas, comparten con nosotros algunos de los lugares comunes por los que transitamos. María de Magdala, los de Emaús, Pedro o Juan se hacen contemporáneos a nosotros en sus miedos, en su tristeza, en su desconcierto, en su alegría, en su confianza… en su ser encontrados.

Ninguno de ellos regresa del mismo modo del que fue: ellos nos muestran la transformación que acontece cuando se dejan encontrar inesperadamente por el Resucitado, por ese Amor que, contando con la misma urdimbre y el mismo barro, lo hace todo nuevo. El miedo da paso a la osadía, la negación a la confesión de Amor, y la huida al regreso al hogar.

La narración del Evangelio de Juan nos permite entrar en la maraña de sentimientos que habitan el corazón de María de Magdala en la mañana de Pascua. Podemos casi palpar la densidad de su desgarro, el dolor por la muerte del Amigo. Si Él fue el sentido, la caricia, la cura… ¿Dónde ir ahora? ¿Quién podrá tenderle de nuevo la mano para ponerla en pie? Podemos contemplarla en ese diálogo consigo misma, los ojos cegados y el corazón devastado. Parece no haber más horizonte que el de la oscuridad -«fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía era oscuro» (Jn 20, 1)- y el de la muerte -va a una tumba a visitar a un muerto.

No es fácil sostener la ausencia porque nos asusta su vacío, su silencio, su nada. Y las ausencias llegan, inesperadamente, en forma de disminución física, de fracaso relacional, de crisis vital, pero, como casi todo lo inesperado, llevan el sello de lo divino, aunque todavía seamos incapaces de intuirlo o presentirlo, porque nos permiten entrar en la dinámica de la no posesión, del no control, de la pasividad… permitiendo que la realidad, tal como es, tal como nos alcanza, se transforme en una realidad habitada por una Presencia.

Tal vez como María seguimos empeñados en mirar sin ver, cegados por el propio dolor. Buscando asilo donde no lo hay. ¿Qué dicen de nosotros nuestras búsquedas? ¿Son alimentadas por la carencia experimentada y padecida, o por el anhelo de una mayor apertura a una Presencia que ya nos abraza?

La vida de Jesús transcurre por los caminos. Sus gestos liberadores, su ternura, su compasión, su hablar con autoridad tienen sabor a camino, a itinerancia. La suya es una vida expuesta a los otros, especialmente a los más vulnerables, a los “orillados”. Camina para encontrarse con ellos, para dejarse tocar por sus vidas. También los relatos pascuales nos muestran el camino como lugar de Encuentro y de Buena Noticia. Pedro y Juan se ponen en camino impulsados por la tristeza, el desconcierto, la frustración o la curiosidad. Han perdido su propio centro y necesitan “hacer pie de nuevo”. El camino es oportunidad para ellos de hacer proceso. En el camino se dejan encontrar y también ellos regresan al lugar del que salieron con la “Luz entre las manos”.

Cuando dejamos que el Resucitado irrumpa en medio de nosotros, todo queda preñado de su Fuego, de su Luz. Esta luz nos está ya alcanzando, no para guardarla sino para regalarla, extenderla, hacer de ella caricia y don para otros.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

Imagen: Mañana de Pascua por Caspar David Friedrich

[/vc_column_text][vc_column_text]

Luz que nunca se extingue

Te equivocas, sin duda. Alguna vez alcanzan

tus manos el milagro;

en medio de los días que idénticos transcurren,

tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale

más que el oro más puro:

con plenitud respira tu pecho el raro don

de la felicidad. Y bien quisieras

que nunca se apagara la intensidad que vives.

Después, cuando parece que todo se ha cumplido,

te entregas, cabizbajo, a la añoranza

del breve resplandor maravilloso

que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo.

Tu error está en creer que la luz se termina.

Al cabo de los años he llegado a saber

que en la naturaleza del milagro

se funden lo fugaz y lo perenne.

Tras su apariencia efímera,

el relámpago sigue viviendo en quien lo vio.

Porque su luz transforma y ya no eres

el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos,

de que en el fondo oscuro de tu ser fulgurase.

No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya.

Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre.

Mira dentro de ti,

con esperanza, sin melancolía.

No conoce la muerte la luz del corazón.

Contigo vivirá mientras tú seas:

no en el recuerdo, sino en tu presente,

en el día continuo del sueño de tu vida.

Eloy Sánchez Rosillo

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Ir al contenido