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Comentario de la liturgia

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domingo 30 de agosto

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por Ferran Torelló

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Evangelio: San Mateo 16, 21-27

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A partir de entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, padecer mucho a causa de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, sufrir la muerte y al tercer día resucitar.
  Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
   —¡Dios te libre, Señor! No te sucederá tal cosa.
  Él se volvió y dijo a Pedro:
   —¡Aléjate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los hombres, no como Dios.

  Entonces Jesús dijo a los discípulos:
   —Quien quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Quien se empeñe en salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí la conservará. ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo a costa de su vida?, ¿qué precio pagará por su vida? El Hijo del Hombre ha de venir con la gloria de su Padre y acompañado de sus ángeles. Entonces pagará a cada uno según su conducta.

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Jesús anuncia su muerte

El Evangelio de hoy comienza con Jesús anunciando  su muerte a sus discípulos. La reacción de Pedro no se hace esperar, no lo entiende, no le cuadra con la imagen y las expectativas que tenía de Jesús: un Mesías poderoso y triunfador, un ganador  con éxito en la vida. La reprimenda que recibe por parte de  Jesús es severa, en su camino de fe aún le queda mucho por aprender. Pedro se nos muestra  en toda su humanidad, con sus entusiasmos y sus  deseos, pero también con sus dudas y tentaciones. En él también podemos vernos reflejados nosotros.

Jesús nos plantea con radicalidad su seguimiento, el camino de nuestra fe. No es de extrañar que a medida que se iba acercando el momento de su muerte se fuera quedando solo.

“El que quiera ser mi discípulo, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame.”

Jesús nos sitúa frente al mundo y frente a la vida. El sufrimiento y el dolor que podemos experimentar a lo largo de nuestra vida no es algo que Dios nos envía, no es un sacrificio que Dios nos exige que aceptemos con sumisión y pasividad. Dios no quiere eso, no es ese el sentido de la cruz. Dios es Amor, amor fecundo,  y solamente desde el amor adquiere pleno sentido el sacrificio y la entrega. Olvidarse de uno mismo, salir de nuestro egocentrismo y de nuestra zona de confort, abrirse al otro, abrirse a la realidad, por más dura que sea, no mirar hacia otro lado ante los problemas y las situaciones injustas, intentar vivir desde los valores el Evangelio, ese es el significado de la  cruz.

Todo cambio, todo proceso de crecimiento y maduración personal, profesional, de pareja, y también de la fe, conlleva errores y aciertos, pérdidas y ganancias, momentos dolorosos y momentos placenteros. Crecer “duele”, pero vale la pena. Dios nos ha regalado la vida y vivir supone arriesgarse, asumir los retos, afrontar las situaciones que van surgiendo. El dolor,  el sufrimiento, las enfermedades, la muerte, forman parte de la vida, al  igual que los éxitos y las alegrías.

“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la recobrará.”

Jesús nos indica cuál es el camino de la salvación, cuál es el valor y el sentido de nuestra vida. Plantea dos caminos, “el que quiera salvar su vida, la perderá” es el camino de la comodidad, del egoísmo, del éxito fácil, del poder, del prestigio social, del buscar únicamente la propia satisfacción y el propio bienestar.

El segundo, “el que pierda su vida por causa mía, la recobrará” es el camino de  la implicación, del compromiso, de la generosidad, de la apertura a los demás, de la acogida, de la compasión, de buscar no solamente el bienestar individual sino el colectivo. No es el camino de los falsos ganadores, es vivir al estilo de Jesús. El único camino que nos conduce a la salvación.

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La santidad no consiste en tal o cual ejercicio virtuoso, sino en una disposición del corazón que nos hace humildes y niños en brazos de Dios, conscientes de nuestra flaqueza y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre. SANTA TERESA DE LISIEUX

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