Jn2, 13-25
Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas.
“Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén”. Esta es la mayor fiesta en la que el templo ocupa el centro. Es la gran institución del pueblo. Es un signo visible de la presencia de Dios y Jesús va a revelarnos que Él es por excelencia el lugar de la adoración a Dios.
“Encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados… y haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo…Quitad esto de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado”.
No estamos muy hechos a ver a un Jesús aparentemente violento, frente al Jesús bueno y misericordioso que se nos presenta siempre, pero se encuentra con un templo convertido en mercado, un comercio de animales, cambio de monedas. Un templo que para nada es casa de oración, donde se glorifica al Padre, no es el centro, este templo no ocupa el corazón de esa gente y Jesús en esta actuación quiere restituir esa Gloria de su Padre y lo llama “casa de mi Padre”. “El celo de tu casa me devora”.
Más adelante cuando los judíos le preguntan con qué autoridad haces esto y qué pruebas nos das, Jesús responde: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. Ya se está refiriendo a sí mismo, está anunciando su muerte y resurrección.
¿Desconcierto? ¿Ironía por parte de los judíos?… Este templo no es otro que el mismo Jesús que con su muerte y resurrección, habitará definitivamente en nosotros; podemos decir que cada uno de nosotros ahora es verdadero templo de Dios. Él va a dar su vida que es la máxima expresión del amor y ni los judíos ni nadie podrá impedirle esta entrega en alabanza y cumplimiento de la voluntad del Padre.
No podemos quedarnos a las puertas del templo. A nosotros, discípulos suyos, se nos pide que mantengamos vivo este recuerdo de Jesús, que avivemos su presencia, la del Padre en nuestras comunidades porque ante Jesús no podemos permanecer indiferentes y esta experiencia debe hacernos mejores personas sintiéndonos profundamente amados por Dios sin condiciones. Él ha dado su vida, Él nos da una nueva oportunidad. Recibir este amor es aceptar que la vida tiene sentido, que nos abre y nos lleva a tener una nueva visión de la vida y del mundo para colaborar en su transformación porque nos sentimos amados por ese Dios que ha dado la vida por cada uno de nosotros.
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