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Comentario de la liturgia

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domingo 27 de diciembre

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por Dolores Aleixandre

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Evangelio: San Lucas 2, 22-40

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Y, cuando llegó el día de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor; y para hacer la ofrenda que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.

Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Movido por el mismo Espíritu, se dirigió al templo.

Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

 Ahora, Señor, según tu palabra, dejas libre y en paz a tu siervo, porque mis ojos han visto a tu salvador, que has dispuesto ante todos los pueblos como luz revelada a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel.

El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño.
Simeón los bendijo y dijo a María, la madre:
—Mira, este está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será una bandera discutida y así quedarán patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón.

Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, casada en su juventud había vivido con su marido siete años, desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos aguardaban la liberación de Jerusalén.

Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.

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UN ANCIANO EXPECTANTE

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Aparentemente, no había nada especial en aquella pareja de peregrinos que visitaban el templo de Jerusalén.

Sin embargo, hacía mucho tiempo que el anciano Simeón había aprendido que los signos que Dios ofrece pertenecen a la normalidad de la vida cotidiana, sin nada estentóreo.

El Aliento del Señor que le movía había transformado su corazón y ahora él vivía abierto y expectante, con esa  percepción penetrante para las nuevas señales que permite descubrirlas  aunque vengan ocultas en lo más común y ordinario.

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