Mt 28, 16-20
“Los once discípulos fueron a Galilea, al monte que les había indicado Jesús. Al verlo, se postraron, pero algunos dudaron.
Jesús se acercó y les habló:
—Me han concedido toda autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir todo cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”
Imagen: Frère Ghislain de Taizé
En pocas escenas del Evangelio aparece tan subrayada la desproporción entre las dimensiones de misión y la incapacidad de quienes están encargados de llevarla a cabo. El contraste entre los términos de totalidad y los que expresan limitación, es evidente: Jesús posee toda autoridad, los destinatarios son todos los pueblos, es total el contenido a enseñar y el escenario es de totalidad en cuanto al tiempo y al espacio.
En cambio, el comienzo es de un humilde realismo y el grupo de discípulos aparece en una situación de fragilidad e insuficiencia: son ya solo “Once”, han perdido la plenitud que les daba el ser “Doce”, han vivido traiciones y abandonos y la inconsistencia de su fe tiñe la escena de una desconfianza sombría.
Una primera mirada al texto puede provocarnos una resignada impotencia: el envío desbordaba la capacidad de los Once y sigue desbordando las posibilidades de este conjunto de hombres y mujeres de fe insegura y fuerzas decrecientes que formamos la Iglesia.
Pero releer el texto desde otra mirada quita de nuestros hombros una carga mal entendida y nos devuelve el ánimo: el Padre, el Hijo o el Espíritu no son nombres para ser “anunciados” o “enseñados” por nosotros: somos nosotros, junto con los futuros discípulos, los invitados a “ser bautizados”, a sumergirnos en su Nombre como en el seno materno que nos genera a la Vida.
Y la promesa final puesta en labios de Jesús nos recuerda quién es nuestro “Compañero de misión” y cuál es su promesa – “Yo estoy con vosotros ”. Y eso nos permite repetir con atrevida confianza esas palabras que acompañan siempre el caminar de cada creyente: “Nada temo porque tú vas conmigo”.
Tú estás siempre conmigo. Es una convicción y una plegaria que me acompaña SIEMPRE