Me siento afortunada de pertenecer al colegio Sagrado Corazón de Granada desde hace más de veinte años como “seño” de Infantil y madre de alumnas
Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
La fiesta de Pentecostés es uno de los domingos más importantes del año, después de la Pascua. En el evangelio de hoy, Jesús, que ya ha dado su vida, entrega su Espíritu.
La noche, el miedo y las puertas cerradas impiden que los discípulos puedan ver lo que hay fuera, obstaculizan el encuentro con el otro. El Resucitado en medio de la comunidad la transforma: es por la mañana. Les presenta “las manos y el costado”. Vuelve a estar de nuevo con ellos y les sigue apoyando e interesándose por sus situaciones y necesidades reales.
Jesús cambia la pasión, el sufrimiento, los miedos… en alegría y gozo. Él toma lo más débil y limitado de los discípulos y con su Espíritu les hace personas compasivas, alegres, pacíficas. El aire nuevo que recibe la comunidad es “el aliento” de Jesús, manifestado en el perdón como único camino para construir una sociedad verdaderamente humana.
También hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas estén cerradas.
Solo Él puede correr esas piedras del sepulcro que a menudo ponemos sobre nuestros sentimientos, relaciones y comportamientos; solo Él y su mensaje de amor pueden quitar esas piedras de las divisiones, desconfianzas, indiferencias…
“Paz a vosotros” les dice en dos ocasiones en este texto y es que, fruto de ese Espíritu que entrega, es el don de la paz.
La paz de Jesús no es la ausencia de guerras, un mundo en paz no es solamente un mundo sin conflictos sino un mundo donde todas las personas poseen la integridad de sus derechos y obligaciones y tienen acceso a un hogar, trabajo, pan, justicia social.
Ese Espíritu que llenó a los discípulos de valor para testimoniarle, debe ser también nuestra fuerza para no silenciarle, para acompañar, tocar y curar las llagas de nuestro entorno.
Él nos habla también en este evangelio de la capacidad de dar y recibir el perdón. El perdón como aceptación en la diversidad de lo que somos y sentimos. Perdonar no es olvidar, sino que es descubrir en nosotros la capacidad de renunciar a la venganza, renunciar al derecho a tener siempre razón, a buscar el “ojo por ojo”. Perdonar es pasar por alto todo esto y buscar la aceptación de “todo el otro”, con sus luces y sus sombras. Y es ahí donde radica la grandeza del perdón.
Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Recordemos hoy las palabras de Santa Magdalena Sofía:
“Dejémonos conducir por él hasta donde quiera llevarnos. Jesús obra en la debilidad. “Él es el señor de lo absoluto”.
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