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Comentario de la liturgia

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domingo 15 de noviembre

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por Gabriel Castillo

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Evangelio: San Mateo 25, 14-30

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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó.
El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos.
En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
Al cabo de mucho tiempo viene el señor de aquellos siervos y se pone a ajustar las cuentas con ellos.
Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo:
“Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”.
Su señor le dijo:
“Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”.
Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo:
“Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”.
Su señor le dijo:
“Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”.
Se acercó también el que había recibido un talento y dijo:
“Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”.
El señor le respondió:
“Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Conque sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”».

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Hay miedos que pueden parecer muy simples. Son miedos con los que aprendemos a ir conviviendo. Como el miedo a montar en bici o el miedo a la oscuridad. 

También hay miedos hechos de inseguridades: miedo a quedarnos atrás, miedo a no ser lo que soñamos, a no dar la talla o a que nadie entienda lo que queremos ser. 

Incluso hay ciertos miedos que nos va dejando la conciencia: miedo a ser culpables de lo que les pasa a los demás, miedo a lo que no queremos sentir o a lo que no queremos mirar. Miedo a lo desconocido. Miedo a la muerte o a que alguien a quien queremos desaparezca. 

Y estos miedos, casi sin darnos cuenta, nos bloquean en ciertas ocasiones y nos zancadillean en otras; se nos cuelan incluso en el terreno del amor y la amistad y nos convierten en una especie de cajón de sastre donde cabe todo. Nunca, el miedo, ha sido un buen consejero.  

¡Y cuántas posibilidades enterramos bajo tierra a causa de nuestros miedos! 

Si, quizá con demasiada frecuencia nos cobijamos en la seguridad a costa de todo. Y acabamos imaginando menos, queriendo menos y haciendo menos de lo que realmente podemos.  

No nos atrevemos sino a volar por debajo de nuestra altura.  

El Evangelio de hoy no es más que una insistencia en que, aunque nuestra capacidad sea pequeña, muy pequeña, comparada con la que puedan tener otras personas, Dios siempre nos susurrará lo mismo: que sí, que quizá no eres excepcional, pero ese don por el que sale hacia fuera tu persona y cuanto tiene de ilusión por la vida, eso es lo que hay que salvar. 

Y que no le importa que tengas pocas capacidades. Le importa que la que tienes la escondas sin más. 

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