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Comentario de la liturgia

domingo 14 de junio

por Gabriel Castillo

Evangelio: San Juan 6, 51-58

Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne.

  Los judíos se pusieron a discutir:
   —¿Cómo puede éste darnos de comer [su] carne?
  Les contestó Jesús:
   —Os aseguro que si no coméis la carne y bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros.
  Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por él, así quien me come vivirá por mí.
  Este es el pan bajado del cielo y no es como el que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan vivirá siempre.

“¿No es este el hijo de José?” comentaban entre susurros, desconfiando una vez más de sus palabras. “¿No conocemos a su padre y a su madre?”

 El murmullo continuaba creciendo. 

Pocos eran ya los que se fiaban de él. Y seguían desconfiando de la pretensión de algunas de sus afirmaciones, como que había bajado del cielo. Y así, poco a poco, se iban alejando de él.

Sin embargo, bien sabía él que solo quien sabe querer no teme a la soledad, porque jamás está vacío. Y que “querer” es un verbo que se conjuga estando. Por eso insistía: “yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Y seguía enseñándoles con calma, concernido por sus heridas, consciente de sus pobrezas, paciente con sus procesos.

Bien sabía que, entre tanta gente, aunque de un modo silencioso, seguía habiendo muchos corazones cansados de caer siempre en la tentación de pensar solo en sí mismos; muchas personas que se resistían a pensar que al sístole del dar siempre tuviera que seguirle el diástole del exigir: acostumbrarse a esto era otra forma de morir.

Y jamás dudó de los grandes pequeños gestos.

Gestos como los de aquel joven que pasaba casi desapercibido entre una multitud de unos cinco mil hombres. Con solo unos cinco panecillos. Aquella talega quizá estuviera escasa de panes, pero estaba bien llena de “por si acasos”. Y así, pudo ver en la necesidad de tantos la gran oportunidad para confiar en los gestos de Aquél que bien sabía que hay cosas que nos alimentan mucho más que un poco de pan y que las encontramos en aquellos que nos ofrecen una amistad con una consistencia mucho mayor que la de una pompa de jabón.

En medio de aquellos rumores, Jesús continuaba su discurso, con la calma del que sabe lo que no quiere, con la confianza de saber que somos capaces de alimentarnos si saltamos de la cárcel del yo, mí, me, conmigo… a la lógica de lo simplemente regalado.

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