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Comentario de la liturgia

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domingo 11 de septiembre

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por Eugenia Yasinska

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Evangelio: San Lucas 15, 1-32

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Todos los recaudadores y los pecadores se acercaban a escucharle, de modo que los fariseos y los letrados murmuraban: 
   —Éste recibe a pecadores y come con ellos. 
  Él les contestó con la siguiente parábola: 
  —Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la extraviada hasta encontrarla? 
  Al encontrarla, se la echa a los hombros contento, va a casa, llama a amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo pues encontré la oveja perdida. 
  Os digo que, de la misma manera, habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse. 
 
  Si una mujer tiene diez monedas y pierde una, ¿no enciende un candil, barre la casa y busca diligentemente hasta encontrarla? 
  Al encontrarla, llama a las amigas y vecinas y les dice: Alegraos conmigo porque encontré la moneda perdida. 
  Os digo que lo mismo se alegrarán los ángeles de Dios por un pecador que se arrepienta. 
 
  Añadió: 
   —Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo al padre: Padre, dame la parte de la fortuna que me corresponde. Él les repartió los bienes. 
  A los pocos días, el hijo menor reunió todo y emigró a un país lejano, donde derrochó su fortuna viviendo como un libertino. Cuando gastó todo, sobrevino una carestía grave en aquel país, y empezó a pasar necesidad. 
  Fue y se puso al servicio de un hacendado del país, el cual lo envió a sus campos a cuidar cerdos. Deseaba llenarse el estómago de las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitando pensó: 
   —A cuántos jornaleros de mi padre les sobra el pan mientras yo me muero de hambre. Me pondré en camino a casa de mi padre y le diré: He pecado contra Dios y te he ofendido; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros. 
  Y se puso en camino a casa de su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó. 
  El hijo le dijo: 
   —Padre, he pecado contra Dios y te he ofendido, ya no merezco llamarme hijo tuyo. 
  Pero el padre dijo a sus criados: 
   —Enseguida, traed el mejor vestido y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y matadlo. Celebremos un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado. 
   Y empezaron la fiesta. 
  El hijo mayor estaba en el campo. Cuando se acercaba a casa, oyó música y danzas y llamó a uno de los criados para informarse de lo que pasaba. 
  Le contestó: 
   —Es que ha regresado tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano y salvo. 
  Irritado, se negaba a entrar. 
   Su padre salió a rogarle que entrara. 
  Pero él respondió a su padre: 
   —Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero cebado. 
  Le contestó: 
   —Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado. 

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Este domingo el Evangelio se nos presenta con tres parábolas, las tres que hablan de perdida, seguidas las tres de perdón, misericordia y hallazgo tras el fallo. La primera, de forma más breve, nos habla de la oveja perdida. La segunda, de la moneda perdida. La tercera, más extensa y rica de simbolismo, del hijo perdido. Todas, tras la tristeza y el desaliento inicial, terminan con alegría y con la fiesta. Es, al mismo tiempo, experiencia humana y divina, que al hallar lo que habíamos perdido, estrenamos un cauce de alegría. Pues, Dios-Padre-pastor, siente por nosotros aún más. Exagera en sus cuidados: teniendo cien ovejas y perdiéndose una, no calcula que al final le quedan igualmente otras noventa y nueve y que podría soportar la mínima reducción. No. El corazón va más allá del cálculo matemático, o razonamiento sobre la logística del riesgo de desorden en dejar las que ya tiene. Quiere la unidad, la totalidad, se arriesga por amor, por el más y sale en búsqueda. Percibe el desamparo de la oveja fuera del grupo, y le toca en lo profundo, le importa. Aquí, como dice charles Péguy, “Dios parece que ha perdido la vergüenza”. En respuesta a los fariseos y escribas que murmuran y critican la actitud de Jesús de comer con pecadores, les presenta un camino no basado “solo” en el cumplimiento de la Ley, sino que manifiesta sus entrañas que saben conmoverse y que buscan con caridad, que saben admitir, perdonar, y luego compartir el gozo. Como la mujer, que pierde una simple dracma, pero se dedica a barrer toda la casa hasta encontrarla y convoca una fiesta a sus amigas. La clave es: Dios y los ángeles se alegran por un solo pecador que se convierta, más que por los noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión. En la última parábola, hay dos hijos: el menor, que, según la tradición judaica, tenía el derecho a reclamar su parte de heredad de forma anticipada, eso porque la mayor parte quedaba al primogénito. Pidiendo la parte que le corresponde, en realidad, actúa según la ley de la época. Su mala acción, por así decir, se realiza cuando malgasta todo, eso porque según la tradición, había que dejar algo, en consideración de posibles cuidados necesarios para sus padres, cuando sean mayores. Gastándolo todo, desconoce a su padre, rompe el vínculo.  Pasando necesidad, se acuerda de que los trabajadores de su padre tienen por lo menos de qué comer, vuelve en sí, y consciente de que ha perdido el vínculo, quiere volver a su casa, pero no como hijo, sino como simple obrero. Prepara un discurso. El padre, cuando lo ve de lejos, rompe todos los esquemas del tiempo: normalmente, el amo de casa no venia al encuentro de sus huéspedes, él sí. Se lanza “sin vergüenza”, y no deja terminar el discurso preparado del hijo pequeño. Lo readmite como hijo (con el anillo al dedo y sandalias a los pies) y prepara una gran fiesta. Mientras, la sorpresa es del mayor, que revela estar también lejos de este vínculo: aunque está donde su padre, no vive la relación como tal, el hijo menor para él no es su hermano. Y se dirige al padre, como si no lo fuera. Qué amargura para el padre, el hijo cumplidor, pero lejano, y el hijo menor perdido. Pero decide readmitir a los dos: al menor, con la fiesta, al mayor, ofreciéndole su amor. 

Desde la oveja perdida, el evangelio pasa a enseñarnos la relación de la mujer con la moneda para, al final, mostrarnos la relación del Padre- Dios con sus hijos. ¿Somos capaces de reconocer y acoger tanto amor? 

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