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Comentario de la liturgia

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domingo 10 de enero

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por Dolores Aleixandre

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Evangelio: San Marcos 1, 7-11

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Juan predicaba así:
—Detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no tengo derecho a agacharme para soltarle la correa de sus sandalias. Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

En aquel tiempo vino Jesús desde Nazaret de Galilea y se hizo bautizar por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua, vio el cielo abierto y al Espíritu bajando sobre él como una paloma. Se escuchó una voz del cielo que dijo:
—Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto.

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Habla Juan el Bautista

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No recuerdo bien por qué me sentí empujado a trasladarme más cerca del Jordán. Quizá intuía que algo nuevo estaba comenzando y que en las aguas del río  encontraríamos un nuevo nacimiento. Muchos me pedían que los bautizara y, al sumergirse en el agua terrosa del río y resurgir de ella, sentían que su antigua vida quedaba sepultaba para siempre. Les exigía ayunos y penitencia y les anunciaba que otro los bautizaría con Espíritu. Yo sólo podía hacerlo con agua: anunciaba unas bodas que no eran las mías, y yo no era digno ni de desatar la correa de las sandalias del Novio.

Antes de comenzar la temporada de lluvias, en un mediodía nubes apelmazadas y calor agobiante, se presentó un grupo de galileos y me pidieron que los bautizase. Fueron descendiendo al río, hasta que quedó en la ribera solamente uno, al  que oí que llamaban Jesús. Al principio no vi en él nada que llamara particularmente mi atención y le señalé el lugar por el que podía descender más fácilmente al agua. Estábamos solos él y yo, los demás se habían marchado a recoger sus ropas junto a los álamos de la orilla. Lo miré sumergirse muy adentro del agua  y, al salir, vi que se quedaba quieto, orando con un recogimiento profundo. Tenía la expresión indefinible de estar escuchando algo que le colmaba de júbilo y todo en él irradiaba una serenidad que nunca había visto en nadie. Oraba inmóvil, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor le afectara. Por fin, después de un largo rato y cuando ya diluviaba, lo vi salir lentamente del río, ponerse su túnica y alejarse en dirección al desierto.

Pasé la noche entera sin conseguir conciliar el sueño y me ocurrieron cosas extrañas: textos que creía olvidados, o a los que nunca había prestado atención, se agolparon en mi corazón. Era como si hasta este momento sólo hubiera hablado de Dios como de oídas,  mientras que ahora Él comenzaba a mostrarme su rostro. Recordé el del galileo al que había visto orando en el río, la expresión de honda paz que irradiaba, y me pregunté si a él se le habría revelado el Dios que no es, como yo pensaba, sólo poder y exigencia, sino también ternura entrañable, amor sin condiciones como el de los padres.

Cuando amaneció, en los árboles de la orilla se oía el revuelo de los pájaros y el zurear de las palomas. Recordé las palabras del Cantar describiendo al novio: “Mi amado…Su cabeza es de oro, del más puro; sus rizos son racimos de palmera, negros como los cuervos,  sus ojos, dos palomas a la vera del agua” (Ct 5, 10-11)

Me di cuenta sorprendido de que, al hablar del Mesías, siempre lo había hecho con imágenes poderosas como la del águila, o de fuerza avasalladora como la del león,  mientras que ahora lo que me hacía pensar en él era el vuelo sosegado de las palomas.

Miré a lo lejos, en la dirección en la que le había visto marcharse y supe que lo que estábamos esperando, había comenzado ya.

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