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Comentario de la liturgia

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domingo 24 de octubre

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por Alejandra de la Riva

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Evangelio: San Marcos 10, 46-52

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En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

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Maestro, que recobre la vista”. Al orar y darle vueltas a este pasaje del evangelio de Marcos no he podido quitarme de la mente estas palabras de Bartimeo y verlo sentado con su ceguera, en su soledad y oscuridad, en su límite al borde de un camino, sin ser visto entre tantos que pasan. No sabemos cuánto tiempo lleva ciego, no debe ser poco, le ha dado tiempo para escuchar hablar de Jesús y para ser relegado a los márgenes. Más allá de su situación veo que mucho debemos aprender de él. Hombre ciego, mendigo, excluido, al reconocerse en su límite no se refugia en el lamento o la victimización, sino que aprende a desarrollar y a afinar otros sentidos: el oído y la voz del corazón, que le serán la condición de posibilidad para hacer su confesión de fe en Jesús y clamar por su curación: oye que Jesús andaba por allí y le grita ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” −. La segunda invitación que nos hace Bartimeo, después de escuchar el llamado de Jesús, es a no tener miedo a despojarnos, a desnudarnos ante él “él dejó el manto, se puso en pie y se acercó” −, a quitarnos todas las corazas que nos hemos ido construyendo para proteger nuestro ego, nuestra autosuficiencia, y esconder las propias grietas.  

¿Qué deseas pedirle a gritos a Jesús para que te ayude a sanar? ¿En qué aspectos de tu vida quieres que te dé más luz, que te deje ver? ¿De qué mantos necesitas despojarte? Nómbralos. Reconocer la propia fragilidad es el verdadero camino de liberación y de tener mayor claridad en nuestra vida, sobre todo si anhelamos escuchar y vivir: “Vete, tu fe te ha salvado”, recobrar la vista y seguirle por el camino. 

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