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Comentario de la liturgia

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domingo 15 de agosto

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por Dolores Aleixandre

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Evangelio: San Lucas 1, 39-56

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Entonces María se levantó y se dirigió apresuradamente a la serranía, a un pueblo de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre; Isabel, llena de Espíritu Santo, exclamó con voz fuerte:
   —Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Mira, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura dio un salto de gozo en mi vientre. ¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció.
  María dijo:
   —Proclama mi alma la grandeza del Señor,
  mi espíritu festeja a Dios mi salvador,
  porque se ha fijado en la humildad de su esclava
   y en adelante me felicitarán todas las generaciones.
  Porque el Poderoso ha hecho proezas,
   su nombre es sagrado.
  Su misericordia con sus fieles continúa
   de generación en generación.
  Su poder se ejerce con su brazo,
   desbarata a los soberbios en sus planes,
  derriba del trono a los potentados
   y ensalza a los humildes,
  colma de bienes a los hambrientos
   y despide vacíos a los ricos.
  Socorre a Israel, su siervo,
   recordando la lealtad,
  prometida a nuestros antepasados,
   a favor de Abrahán y su linaje por siempre.
  María se quedó con ella tres meses y después se volvió a casa.

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ASUNCIÓN DE MARÍA

«Era necesario que la madre de la Vida tuviese parte en la morada de la Vida». Lo dijo uno de nuestros antepasados en la fe, allá por el siglo VIII y ese lenguaje de “tener parte con» evoca una relación de afinidad, de proximidad, de cercana familiaridad.

  Por eso la asunción de María nos invita, no sólo a alegrarnos de que sea ella la primera en «tener parte» en la gloria con su Hijo Resucitado sino también a fijar la mirada en el proceso que la llevó hasta ahí, en el recorrido a través del cual una mujer de las nuestras fue teniendo parte de una manera gradual y cada vez más intensa en la suerte de Jesús.

«Tener parte» con su Hijo supuso para ella todo un trabajo de confrontación entre la vida extraña de su hijo y la Palabra que ella escuchaba en su corazón.

   «Tener parte» con él significó ir encajando lentamente tantas cosas incomprensibles: un nacimiento en la intemperie, una infancia y juventud escondidas, los comienzos de una predicación insólita, las sanaciones, los enfrentamientos, el entusiasmo incondicional de sus seguidores, el torbellino de odio de sus detractores que lo arrastraría hasta la muerte.

   «Tener parte» con él debió suponer el ir descubriendo, con asombro, que aquél hijo no le pertenecía a ella sino al Padre del cielo y a sus cosas y que su madre y hermanos eran también todos los que se apiñaban para escucharle.

   «Tener parte» con él tuvo que incluir el ir acostumbrándose a sus preferencias tan provocativas, a su radicalidad extrema, a sus promesas atrevidas, a su amor desmesurado hasta el fin.

   Jesús y el reino fueron «asumiendo» a María poco a poco a lo largo de su vida entera y lo que hoy celebramos es el éxito final de una obra a la que ella consintió, colaboró y se entregó en plenitud.

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