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Comentario de la liturgia

domingo 5 de septiembre

por Gabriel Castillo

Evangelio: San Marcos 7, 31-37

En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: «Ábrete.»
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

Hubo quien dijo que el hombre “se hizo sordo a las voces de los árboles, a la música del viento, al rumor de los arroyos, al canto de los pájaros, y ciego a la majestuosidad de las montañas y la belleza irradiante de la propia Tierra contemplada desde el espacio exterior por los astronautas”. Muchas son las veces que vivimos con esa venda en los ojos.  

 Pero recuerdo todavía el día que, mientras hacíamos un recorrido en bicicleta con algunos chavalillos, uno de ellos, al ver cómo el viento soplaba las hojas de los árboles, se emocionaba y, lleno de felicidad, las señalaba diciendo: “me encantan las hojas parpadeantes”.  

 A lomos de aquella inocencia, supo leer los signos de ese gran alfabeto oculto en lo sencillo y puesto al servicio de un mensaje escrito en las cosas.   

  El hombre es capaz de leer el mensaje del mundo. Nunca es analfabeto. Y vivir en profundidad consiste en leer e interpretar: en lo efímero, lo permanente; en lo temporal, lo eterno; en el mundo, a Dios.  

  Es la fuerza de los simbólico, de lo que une, de lo que conecta. Eso significa la palabra “syn-ballein”: signo, contraseña. Primitivamente el símbolo era un objeto partido en dos, del que dos personas conservaban cada uno una mitad.  

  Todo lo contrario significa su antónimo: “dia-ballein” hace referencia a ocultar, disgregar, arrojar algo entre dos personas. Lo diabólico siempre oscurece, oculta, hace opaca y turbia una realidad.  

  Y son muchas las realidades que nos oscurecen por dentro, que nos nublan, que nos atormentan. O lo que es lo mismo, que nos incomunican, que nos impiden conectar con nosotros mismos y nos convierten en algo así como sordos y mudos.   

  Aquel día, a Jesús “le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar”. Se sentía endemoniado, diabólico (dya-ballein), aislado. “Y le piden que le imponga las manos”, que se acercase, que rompiera esa barrera de la incomunicación.   

  Aquel sordomudo quizá se convierte hoy en una metáfora de nuestra propia incomunicación. Y desde ese episodio, también a nosotros, Jesús nos pide que seamos capaces de identificar lo que nos aísla: qué verdades sobre mí no estoy dispuesto a escuchar y qué verdades sobre mí no soy capaz de decir.  

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