Soy profesora del colegio Santa Mª del Valle, de Sevilla, antigua alumna del viejo colegio del Valle en el casco antiguo, y también de este en el que actualmente tengo la suerte de trabajar. Sobrina y prima de religiosas del SC, por tanto, de una familia muy vinculada a esta FSC. Actualmente soy tutora de 2º Bto., pero he pasado por diferentes desempeños, el equipo directivo, coordinadora de Pastoral, y en este momento colaboro en varios proyectos de mi querido cole y en donde me lo pidan. Por tanto, me siento muy de la familia del Sagrado Corazón. 

Cuando se me solicitó, me ofrecí presta a escribir sobre las vacaciones de verano, de las que los docentes tenemos la suerte de disfrutar dos meses.  

De mis veranos de niña solo puedo decir que los recuerdo como una época mágica, llena de risas, de juegos y momentos inolvidables junto a mi familia, ocho hermanos, padres, tíos, primos, abuelos… El mes de julio siempre lo pasábamos en Posadas (Córdoba) en una finca de recreo de mi familia materna. Era un lugar con encanto, rodeado de naturaleza, una huerta de hortalizas, un jardín con un pilón y muchas flores y enredaderas que desprendían un agradable olor. Una alberca grande con la sombra de una gran morera contigua, donde nos bañábamos, con el agua muy fría, pues se utilizaba para regar la huerta y se renovaba con frecuencia. Las vivencias con los primos a los que estábamos muy unidos son inolvidables. Las risas durante los baños, los juegos tradicionales, los largos atardeceres, las siestas obligadas, el sonido de las chicharras, los aperitivos con los mayores… todo era felicidad y no había preocupaciones.  

El mes de agosto lo pasábamos en Rota (Cádiz), con la familia de mi padre. Los veranos en la playa eran igualmente especiales. Nos alojábamos en una urbanización dentro del centro del pueblo y a la vez en el borde del mar, y ocupábamos diferentes casas adosadas, tíos, primos, abuelos, tíos abuelos… éramos muchos, por tanto, divertidísimo. A esto se añadía que, durante una semana, nos visitaba cada año mi tía Mª Luisa, la monja, que con su guitarra y su gran voz nos enseñaba bonitas canciones en los ratitos de la sobremesa. Los recuerdos son muy variados: juegos en la arena, ir a mariscar con los hermanos mayores, excursiones a merendar chocolate a los pinares de las dunas (se convertían en una gran aventura), escuchar a los mayores en las tertulias después de la cena, historias de vida y sabiduría de las que aprendíamos, compartir secretos con los primos, las comidas de verano, las misas familiares en la Parroquia de la O, la generosidad de nuestros mayores que lo compartían todo y sobre todo disfrutar de mis padres, tan guapos, enamorados, felices… Vivimos momentos para crear recuerdos imborrables, fortalecer lazos familiares, aprender de los mayores y sentirme querida y protegida por la familia. Tesoros valiosos que guardo en mi memoria. 

A lo largo de mi vida, los veranos han pasado por diferentes etapas, dependiendo de las necesidades y las circunstancias que se han dado, pero de todos guardo un bonito recuerdo: veranos con mis tres hijos pequeños, otros protagonizados por la afición de mi marido por la pesca submarina en Rota, la adolescencia de los hijos más rebeldes y alejados de ti, veranos de academias por los suspensos de los hijos… Lo que nos iba deparando la vida… 

Y llegamos a Castaño del Robledo, volver al pueblo, al origen, a lo genuino…  Ahora, a mis 61 años puedo decir que estoy viviendo las mejores vacaciones de mi vida, pues tengo la experiencia, la madurez para valorar y disfrutar. Hace cuatro años mi marido y yo compramos una casa encantadora en este pequeño pueblo de Huelva, perteneciente a la Sierra de Aracena y Picos de Aroche, y en la que, si Dios quiere, pasaremos nuestro cuarto verano. A unos 15 km de Aracena, en un bonito valle, rodeado de montañas y con una vegetación frondosa de castaños, robles, alcornoques y pinos, tenemos este nuestro segundo hogar, desde el que disfrutamos de unas bonitas vistas de la montaña y estamos a la vez junto a la plaza y la parroquia. Es un pueblo, de apenas unos 200 habitantes (llegó a tener unos 1700 en el s. XIX), donde el tiempo parece detenerse y la vida recobra su esencia más auténtica. Solo hay una tienda y dos barecitos en la plaza, un lugar tranquilo, en el que se respira serenidad y vivimos sin prisas ni estrés. Es más, todos nos conocemos y saludamos al cruzarnos por la calle. Aquí hemos encontrado un refugio, alejado de la masificación de las playas y de las ciudades turísticas y donde yo puedo reconectar conmigo misma y con la naturaleza. Me gusta dar paseos tempraneros, con la fresquita, con un grupo de vecinos, ya amigos, que salimos cada mañana y en los que descubro rincones nuevos, arroyos cristalinos, bonitos paisajes que me envuelven y me hacen admirar cada día la grandeza del Creador.     

es también retomar los momentos con la familia, pues tres de mis hermanos también tienen sus casas y mis tres hijos vienen con mucha frecuencia, lo que me hace muy feliz. Nos reunimos a cenar, a darnos un baño en la piscina de unos o de otros, aperitivos familiares, largas conversaciones, los sobrinos nietos, partidas de cartas, compartir la vida, y recordar a los que nos faltan… También me gustan mis plantas, cuidar mis macetas, leer todo lo que no puedo leer durante el curso, escuchar podcasts de historia y arreglar y restaurar muebles viejos, coser, cocinar comidas de verano… pero todas estas actividades cuando me apetecen, sin convertirlas en obligaciones… 

es además disfrutar de su gente, cultura y tradiciones. Nos gusta participar de las actividades culturales, pues así nos sentimos más integrados con los vecinos y estrechamos lazos con ellos. Me encanta conversar con ellos, escuchar a los mayores, muy mayores y aprender de sus enseñanzas y consejos. Conocer sus historias, constatar la historia de sus vidas, de una vida difícil, muy dura, en la posguerra, lo que me hace imaginar cuánto trabajaron para levantar el país y valorar las comodidades de la vida moderna.  

y pasar aquí el verano es vivir en el silencio, el silencio interrumpido por el croar de las ranas de la alberca de mi vecino, o por el canto de los pájaros, o por el tañido de las campanas de la iglesia. Este silencio me permite escuchar mis propios sentimientos, la voz de mi interior y sentirme rodeada de paz. De verdad que no soy una exagerada, aquí me doy cuenta de que la verdadera felicidad está en lo sencillo, en la simplicidad y en la conexión con lo esencial. 

en fin, me permite ratos de contemplación, de practicar la interioridad, pero ahora de manera auténtica, libre, de manera diferente a las dinámicas que aprendo y ejercito durante el curso… Aunque pueda parecer sorprendente, creo que tengo más tiempo para orar en vacaciones que durante los tiempos litúrgicos… pues aquí no tengo obligaciones, ni prisas y todas las circunstancias ayudan a conectar con Él. 

Ir al contenido