Jn 20, 19-23
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice:
—Paz con vosotros.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor.
Jesús repitió:
—Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros.
Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió:
—Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos.

Se iniciaba el siglo I. Los discípulos estaban aun sobrecogidos. No habían logrado asimilar todavía su experiencia con Jesús, y el Misterio de su Muerte y Resurrección. Eran una Iglesia pequeña, un grupo que se mostraba alternativo a las costumbres y creencias del pueblo de Israel. Se sostenían unidos tímidamente; el miedo les hacía vivir con las puertas cerradas, pero a la vez tenían una roca que los unía: la Promesa de Jesús: “id a Jerusalén y esperad al Espíritu prometido por el Padre”.
Y aconteció el primer Pentecostés. El Espíritu Santo alentó sobre ellos. Sus mentes se abrieron. La timidez se transformó en valor y osadía. Se atrevieron en medio de persecuciones a seguir comunicando la Buena nueva de la Pascua de Jesús. Las diferencias alcanzaron la unidad sin perder identidad. La paz y el perdón fueron su herencia y su don.
También hoy nosotros, discípulos veintiún siglos después, estemos quizá acobardados en medio de un mundo que ha perdido la noción de Dios, y experimenta trágicos signos de inhumanidad. Tantos, hombres y mujeres viven en nuevas tinieblas de sin sentido, ignorancia, hostilidad, irreconciliación…
Fiados en las antiguas promesas cumplidas en Jesús, nuestro Maestro, Camino Verdad y Vida, celebramos y creemos firmemente que el Espíritu del Padre y del Hijo, permanece y sigue presente actuando en la historia.
Pentecostés renueva nuestra fe. Y nos da nueva luz capaz de abrir nuestros ojos para descubrir los signos de su presencia recreadora. Para dejarnos envolver por esa brisa suave capaz de transformarlo todo. Necesitamos consentir hoy, de nuevo, a esa presencia del Espíritu Santo, que nos habita y habita toda la realidad. Creemos que puede hacernos mujeres y hombres nuevos capaces de irradiar la esperanza de que el amor ha superado el odio y la vida ha vencido a la muerte que nos circunda.
Unámonos en este Pentecostés en una oración ardiente:
¡Ven Espíritu Santo!
¡Enciende en nosotros la llama de tu amor!,
¡Renueva la faz de la tierra!
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