Soy profesora de ESO en el colegio Santa Magdalena Sofía de Zaragoza, miembro de la gran familia de la Fundación Educativa Sofía Barat.
Jn. 10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen; yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrancará de mi mano.
Mi Padre que me las ha dado es más que todos y nadie puede arrancar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos uno.

Estos versículos del evangelio de hoy forman parte de un relato más amplio; en él, encontramos a Jesús en el Templo de Jerusalén, celebrando una importante fiesta judía (Dedicación o Hanukkah). Se conmemoraba la recuperación del Templo para los judíos después de que había sido profanado por el ejército helenista en el s II a.C.
Pues bien, en este contexto, Jesús es cuestionado por los judíos que estaban por el lugar y le preguntan si Él es el Cristo. En su contestación, hace hincapié en que la respuesta la conocen los que le escuchan y le siguen (“mis ovejas”). Con estas simples palabras está indicando que al misterio de su persona solo se accede desde la relación con Él, desde la escucha de su palabra y desde el seguimiento personal. Me parece de una radicalidad tremenda: no sirven explicaciones, razonamientos, pruebas… para reconocerlo como el Cristo, sino la experiencia profunda del sentirse querido, cuidado por Él, como expresa la metáfora de “mis ovejas”.
Además, Jesús anuncia la promesa de vida eterna, de superación de la muerte como le ha sucedido a Él, aunque en ese momento todavía no haya ocurrido. Y por si fuera poco, también les dice que nadie le puede quitar “mis ovejas” porque están en manos del Padre y es uno con Él.
Me llama profundamente la atención que estas palabras de Jesús, ponen el foco en su relación con sus seguidores. Es el camino inverso que hacemos nosotros. Es su ofrecimiento personal hacia nosotros, sin ocultar quién es, haciendo del Padre nuestra garantía de salvación. Y ante esto, yo solo puedo decir: gracias.
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