Jn, 8, 1-11
Jesús se dirigió al monte de los Olivos. Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía.
Los letrados y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron:
—Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices? –decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo.
Jesús se agachó y con el dedo se puso a escribir en el suelo. Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo:
—Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra.
De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo. Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí de pie en el centro.
Jesús se incorporó y le dijo:
—Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?
Ella contestó:
—Nadie, señor.
Jesús le dijo:
—Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más.

“¡No me lo podía creer!¡No me agredieron!¡nadie se atrevió a lapidarme tras oír las palabras del profeta!
¡Y es que ese día volví a nacer!¡Nunca nadie me había mirado y ni tratado así, con esa delicadeza, con ese respeto!
¿Que qué pasó? Ni yo misma lo sé… De pronto me encontré zarandeada por unos hombres desconocidos que me empujaban, tiraban de mí y me llevaban por las calles gritando mi pecado… Sí, me habían descubierto con el marido de otra mujer… ¡y me llevaban a la plaza del pueblo a darme un escarmiento!
Yo lloraba de angustia y veía cerca mi final… No me resistí porque eran muchos y furiosos, además les amparaba la Ley: “las adúlteras serán lapidadas” … No tenían piedad, aun sabiendo lo pobre que soy y que no he encontrado otro modo de ganarme el pan de mis hijos…
Allí, en la plaza, delante de todos, insultada por unos y otros, me encontré a los pies de un hombre, un tal Jesús, que era el único que no vociferaba. Todos miraban la escena: Él de pie, yo por tierra. Él sereno, yo angustiada. Se hizo silencio. Empezaron a llamarle maestro, a contarle cosas horribles sobre mí y a pedirle que se pronunciara. Él callaba y, agachándose, se puso a pintar algo en la arena… ¡los tenía desconcertados! Y cada vez más furiosos…
Entonces, levantando la cabeza, les fue mirando a la cara uno a uno, con tristeza, diría yo, no con reprobación…Y estas fueron las palabras que salieron de su boca:
“El que está libre de pecado, que tire la primera piedra”
Un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo, estremeciéndome… Ya no había marcha atrás, y estos locos iban a cumplir el mandato de la Ley… ¡estaban en su derecho de acabar conmigo!
Pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que la multitud se iba calmando, la gente comenzó a desaparecer por las esquinas, como avergonzada, y poco a poco me fui quedando a solas con ese hombre, con el que llaman “el profeta”.
Mirándome a los ojos, me hizo poner de pie, como devolviéndome la vida y la dignidad, y con ternura me dijo:
“¿Nadie te ha condenado?”
A lo que respondí: “Nadie Señor, nadie”
Entonces, tomándome de la mano, y sin quitar sus ojos de los míos, me dijo desde el fondo de su alma, con esa voz penetrante que tenía:
“Tampoco yo te condeno. Anda, vete y sé íntegra, comienza una nueva vida y no peques más”
¡De verdad que no podía dar crédito a lo que me estaba pasando!¡me había salvado la vida y además me estaba dando otra oportunidad de vivir de otra manera! Sólo con esas palabras me hizo creer en Él… ¡y ya nunca me separé de su grupo! Le seguía a donde quiera que fuera y sus palabras eran cómo un bálsamo que calmaban mi corazón cansado.
En su compañía me sentía reconocida y restaurada, y ya nunca volví a ser la misma… ¡me había cambiado para siempre, y le estaré eternamente agradecida!”
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