Mc 9, 30-37
Desde allí fueron recorriendo Galilea, y no quería que nadie lo supiera.
A los discípulos les explicaba:
—Este Hombre va a ser entregado en manos de hombres que le darán muerte; después de morir, al cabo de tres días, resucitará.
Ellos, aunque no entendían el asunto, no se atrevían a preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún y, ya en casa, les preguntó:
—¿De qué hablabais por el camino?
Se quedaron callados, pues por el camino iban discutiendo quién era el más grande.
Se sentó, llamó a los Doce, y les dijo:
—El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos.
Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo acarició y les dijo:
—Quien acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge. Quien me acoge a mí, no es a mí a quién acoge, sino al que me envió.
Fue en Cesarea de Filipo donde Jesús empezó a enseñar a sus discípulos por primera vez que “el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado…que sería condenado a muerte y resucitaría al tercer día”. Era inmediatamente después de la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías”, como respuesta a la pregunta de Jesús: “Q¿uién decís vosotros que soy yo?”.
En esa ocasión Pedro había reprendido a Jesús: ¡eso no puede ser! ¿el Mesías sufrir?, ¿el Mesías condenado? Jesús a su vez le había contestado con palabras fuertes: “¡Apártate de mí Satanás!”. ¡Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!
Más adelante, después de la Transfiguración, hablando con ellos sobre Elías, les había preguntado:” ¿Por qué dicen las Escrituras que el Hijo del Hombre sufrirá mucho y será despreciado?”, como diciéndoles: “¿Veis? No soy yo quien os lo dice, las mismas Escrituras hablan de ello.”
Ahora, en el pasaje que leemos hoy, Jesús con sus discípulos se desplaza por Galilea. No quiere que se sepa que están por ahí, porque le urge dedicar tiempo a formarlos. Ellos siguen entusiasmados, deslumbrados con lo que dice y hace Jesús y con el Mesías de cuyo reino van a formar parte; no quieren oír nada de sufrimiento, y lo de resucitar les queda demasiado grande.
Jesús vuelve a insistir: “lo harán morir”, “tres días después resucitará”. Ellos “no entendían lo que les decía y tenían miedo de preguntarle”.
¿Miedo?… Jesús les era bien cercano y amigo; y ellos ya le habían preguntado otras cosas. ¿No era más bien un no querer entender, un no querer enfrentar la verdad de Jesús, la verdad de la misión del Mesías, distinta de lo que ellos llevaban soñando desde que estaban con El?
¿No nos ocurre también a nosotros, que rechazamos instintivamente el sufrimiento, que nos cuesta aceptar lo que la vida nos trae de doloroso, de incómodo, de no coincidente con nuestras ideas y deseos?
¡Jesús enséñanos a vivir dispuestos también a sufrir, enséñanos a acoger la vida, con todo lo que es en realidad, con su dosis de cruz que madura, que salva, que nos une contigo y con el sufrimiento de tantos en la humanidad.
Los discípulos están tan en lo suyo que hasta discuten por el camino sobre el puesto que va a tener cada uno en el reino de Jesús. Jesús con su pregunta les hace caer en la cuenta de su ambición y “se quedan callados”, avergonzados.
¿Cómo les podrá explicar Jesús más claramente lo qué es ser el primero estando con Él, llevando con Él su misión?
Jesús “tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: el que reciba a un niño como este en mi nombre a mí me recibe”
Jesús nos dice así cuál es nuestra grandeza, nuestra mayor dignidad: ser niños, ser hijos amados como Jesús, abrazados con Él, por el Padre.
Gracias Mariasun, sí, volvamos a recuperar nuestro «niña» interior e hija muy amada!