Profesora de Lengua española y tutora de 4º ESO en el colegio Sta. Magdalena Sofía de Valdefierro en Zaragoza
Lc 2, 22-32
Y, cuando llegó el día de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor; y para hacer la ofrenda que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Movido por el mismo Espíritu, se dirigió al templo.
Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
Ahora, Señor, según tu palabra,
dejas libre y en paz a tu siervo,
porque mis ojos han visto a tu salvador,
que has dispuesto ante todos los pueblos
como luz revelada a los paganos
y como gloria de tu pueblo Israel.
El evangelio de este domingo, 2 de febrero comienza hablando de la purificación de Jesús, niño; una práctica que se realizaba antiguamente llevando al niño al Templo para ser consagrado a Dios entregando una ofrenda. Los padres de Jesús hicieron la propia de los pobres: un par de tórtolas o dos pichones. Simeón recibe a este niño. Como hombre honrado que buscaba la liberación de Israel y también su propia paz. Nos cuenta cómo acudió al templo donde se presentaba a Jesús “para ser consagrado al Señor”. Lo cogió en sus brazos y lo bendijo. De esta forma Jesús era incorporado al pueblo de la Alianza con una marca en su cuerpo, la circuncisión, como señal de pertenencia. Simeón se sintió liberado y en paz. Sintámonos todos también liberados y en paz acogiendo a Dios en nuestro interior, pues él nos dará esa paz, calma y calor que tantas veces necesitamos en nuestra vida y que no sabemos cómo conseguirla. También los bautizados hemos sido consagrados al Señor. Dios acoge siempre con los brazos abiertos a todos sin juzgar, perdonando. Ojalá no olvidemos esto nunca y tengamos a Dios más presente en nuestras vidas de lo que lo tenemos. No olvidemos acogerlo en nuestro corazón.

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