Mc 13, 24-32
En aquellos días, después de esa tribulación el sol se oscurecerá, la luna no irradiará su resplandor, las estrellas caerán del cielo y los ejércitos celestes temblarán. Entonces verán llegar al Hijo del Hombre entre nubes, con gran poder y gloria.
Y enviará a los ángeles para reunir a [sus] elegidos desde los cuatros vientos, de un extremo de la tierra a un extremo del cielo.
Aprended del ejemplo de la higuera: cuando las ramas se ablandan y brotan las hojas, sabéis que está cerca la primavera. Lo mismo vosotros, cuando veáis suceder aquello, sabed que el fin está cerca, a las puertas. Os aseguro que no pasará esta generación antes de que suceda todo eso.
Cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.
En cuanto al día y la hora, no los conoce nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el hijo; solo los conoce el Padre.
La liturgia nos propone este evangelio en el final del ciclo del año litúrgico. Nos invita a considerar nuestro paso por la vida, como peregrinos que caminan teniendo presente la meta anhelada y apoyados en la acción salvadora y definitiva de Jesús.
Marcos ha situado el texto de este Evangelio después de la enseñanza de Jesús, en el espléndido templo de Jerusalén. Allí, Jesús ha tratado de alertar, a no quedarse en las ricas apariencias de los saduceos y ha señalado la ofrenda de la pobre viuda como más generosa que la de otros muchos más ricos. Al salir, los discípulos expresan su admiración ante la grandiosa edificación del templo y Jesús, les sigue abriendo a una perspectiva diferente. Las apariencias no cuentan para Él. Incluso las ricas edificaciones, caerán sometidas a la destrucción. Las generaciones pasan y lo que unos han edificado otros lo destruyen. La obra humana, por buena que sea, es pasajera. La historia se ha desarrollado así. Unos movimientos han reemplazado a otros. Unas generaciones han sucedido a otras.
Desde el Monte de los Olivos, lugar que insinúa la proximidad de la Pascua de Jesús, Él se sirve de un lenguaje apocalíptico, muy habitual en aquella época, para apuntar al final de los tiempos, en los que Dios intervendrá de manera definitiva. Describe signos que anuncian tiempos difíciles, invitándonos a aguardar con paciencia y esperanza en la certeza de una nueva venida del Señor que no deja abandonado a su pueblo.
Los discípulos han de aprender a saber mirar y a estar atentos. La parábola de la higuera que, desde la dureza del invierno, anuncia en primavera la llegada del verano, es una llamada a descubrir pequeñas evidencias, en las que apunta la presencia benefactora del Dios que acompaña la historia de su pueblo. Urge afirmar la confianza en su llegada. Lo inesperado y desconocido de su venida es un estímulo e invitación a la vigilancia. El salmo responsorial nos impulsa a apoyarnos en el Señor, con la serena certidumbre de que nuestra suerte está siempre en sus manos.
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