Este verano me encontré con una grande y conmovedora labor que hacen en Oujda, a 15 km de Argelia, de manera increíblemente sencilla, las dos monjas, Rosa y Montse, y dos misioneros de la Consolata (Patrick, congoleño y Edwin, keniata)
Se dedican a acoger todas las semanas a gente nueva como lugar de parada durante su camino de miles de km de migración que comienzan en su país, habiendo vivido todo tiempo de traumas, peripecias y pérdidas que conlleva su viaje.
Todas las semanas se van unos a seguir con su camino, otros ya cansados dan marcha atrás hacia su país nativo y también muchos llegan a descansar unos días, quedándose durante más tiempo los más enfermos. Qué extraño puede llegar a ser encontrar un lugar en el que uno se sienta seguro y reconocido en su dignidad infinita, pensaba en mi viaje de vuelta.
Siendo alguien que siempre se ha sentido extraño (y, en muchos casos, desapegado) de la tierra que ha pisado y los ambientes con los que se ha encontrado y que le han tocado, mi inquietud vuelve a reconocer que ese es uno de los lugares a los que quiero apegarme. Además, vuelvo a darme cuenta de que opinar acerca del mundo sin conocer el golpe de la realidad es mediocre y, muchas veces, algo cretino.
Es asombroso ver cómo se abren los horizontes del mundo conociendo personas e historias que te hacen no ser el mismo tras haberlas conocido.
Marruecos y Cañada, vidas dañadas siempre acompañadas.




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