Lc 4, 1-2

Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre.

Hoy en día todos tenemos nuestras propias tentaciones, grandes y pequeñas, dependiendo de quiénes somos, nuestras circunstancias y la naturaleza de nuestro trabajo.  

La forma en la que respondemos a la tentación tiene consecuencias trascendentales en la vida. 

Es de vital importancia saber elegir y coger el camino correcto. Vivimos amenazados por muchas tentaciones y no tenemos paciencia para ver las consecuencias, actuamos en impulsos. Nos arrastra la inmediatez, la impaciencia. 

El deseo por el dinero, el deseo de honor y reconocimiento, deseo por el poder, y no menos importante, la atracción y el deseo hacia otra persona o personas, nos marcan en nuestra vida. 

Jesús supo mantener esa calma durante 40 días y 40 noches y nos enseñó que cada vez que vencemos una tentación, nuestra fe es fortalecida. Nunca estamos solos cuando nos enfrentamos a las tentaciones, pues Cristo vive en nuestro corazón. Es Él quien nos da las fuerzas para resistir. 

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